El Movimiento Moderno surgió como respuesta a la precariedad habitacional de las ciudades antiguas. Desde las siedlungen alemanas, hasta la Ville radieuse de Le Corbusier, los arquitectos de la Modernidad propusieron abaratar los procesos de construcción para democratizar el acceso a la vivienda, al sol, al aire limpio y a la vegetación. En este empeño utópico, el urbanismo del siglo XX resolvió la cuestión residencial desde una lógica meramente industrial, basada en la producción seriada de grandes bloques y torres aisladas, un modelo industrial que, supuestamente, optimizaba la rapidez y la economía de la ejecución. Tal y como ocurrió con la serialización de Taylor o Ford, ese cambio de paradigma conllevó la desertización de tejidos artesanales con larga tradición productiva. Los maestros de obras, los albañiles, los carpinteros, los herreros o los fontaneros, tuvieron que dejar atrás sus destrezas y el control del producto final para incorporarse como simples obreros a complejas cadenas que quedaban en manos de los ingenieros y las grandes empresas.
El nuevo sistema abarataba efectivamente los costes de producción y hacía más asequibles para la clase obrera bienes de consumo masivo como los electrodomésticos, los coches o las casas. Pero, en realidad, el sistema no tenía en cuenta enormes externalidades ecológicas y económicas que hoy ponen en riesgo la supervivencia y la convivencia en el planeta. En el proceso de construcción de la ciudad moderna, la corrupción urbanística o la especulación inmobiliaria han proliferado con la concentración de los medios de producción en pocas manos. Las innovaciones técnicas que permitieron abaratar la construcción para que la vivienda fuera más asequible acabaron siendo enmendadas por procesos de concentración de poder y riqueza que han convertido la vivienda en una cara mercancía financiera. Los costes energéticos de la producción de hormigón, de una ciudad dispersa basada en la movilidad motorizada o de la segregación espacial fruto de la zonificación son devastadores. Los desarrollos urbanos modernos separan a los ricos de los pobres, a los lugares de residencia de los de producción o consumo. Ello ha derivado en la multiplicación de la movilidad y, con ella, en el estallido de graves crisis energéticas con nefastas consecuencias geopolíticas o en la emisión a la atmósfera de grandes cantidades de gases de efecto invernadero que alimentan un cambio climático cada vez más irreversible.
A estas alturas del siglo XXI, debemos volver a aprender a hacer ciudades. La necesidad de hacer gran cantidad de vivienda asequible no puede ir en detrimento de la calidad del tejido urbano. Garantizar el derecho a la vivienda tiene que significar, también, garantizar el derecho a barrio y el derecho a la ciudad. La producción de ciudad puede ser eficaz y, al mismo tiempo, volver al alcance de las manos pequeñas. La estrategia #ATRI apuesta por un sistema constructivo que redistribuye riqueza y oportunidades entre las manos pequeñas que conforman el tejido productivo. Este sistema de construcción en seco permitirá poner en juego las capacidades de diversos agentes profesionales y de las propias personas usuarias. La participación de estas últimas en el proceso de construcción tendrá múltiples ventajas. Por un lado, abaratará los costes de la construcción y hará posible la promoción de un mayor número de viviendas. Por otro lado, permitirá que las mismas puedan participar en la toma de decisiones sobre la distribución de sus propias viviendas. Por último, fomentará la colaboración entre futuros vecinos y, por lo tanto, producirá tejido social desde antes que se acabe la obra. Además, el sistema #ATRI propugna una construcción consecuente con el reto ambiental. En la fase de producción de elementos prefabricados se usarán principalmente madera y acero para conseguir módulos autoportantes y eficientes, que resulten en configuraciones económicas, ligeras, reversibles y de ejecución rápida.